Cuando Matilda murió, decidí viajar a Ibagué para estar con mi familia.
Fue una temporada especial, llena de reencuentros y risas. Disfruté muchísimo de su compañía y de volver a ver amigos queridos.
Aunque hubo momentos de nostalgia y dolor, el amor y la alegría de esos días llenaron mi corazón. Me quedaron tantas visitas pendientes que deseo volver pronto.
Ayer regresé a Bogotá. Tan pronto puse la llave en la puerta, la sentí. Matilda estaba en cada rincón. Caminé por el apartamento imaginando cómo se movía ella, cómo se acercaba con esa gracia que solo ella tenía.
Me encontré con sus platos y su arenera, tal y como los había dejado antes de irme. Me quedé inmóvil. Recogerlos parecía un acto imposible.
Ayer logré un pequeño paso: levanté sus platos. Solo eso. Hoy me propuse lavarlos y guardarlos, lo mismo con su arenera.
Es curioso cómo el duelo se vive en pequeñas acciones, en cada gesto cotidiano que nos ayuda a dejar ir, aunque cueste tanto.
Anoche, la sentí más fuerte que nunca. En la cama, mientras me invadía una oleada de recuerdos, me arrodillé y le dije cuánto la amo.
Cerré los ojos y recordé una conversación que tuvimos unos días antes de que partiera.
Sí, hablaba con mi gata… y ese día le pregunté: “¿Qué es lo que me quieres enseñar?”
La respuesta no fue inmediata, pero dentro de mí sentí un torbellino de emociones que aún sigo descifrando.
Me he dado cuenta de algo que antes evitaba: lo profundamente apegado que soy.
Este tiempo sin Matilda me ha obligado a reflexionar sobre cómo me aferro a lo que amo por miedo a soltar.
Matilda siempre fue mi compañera más hermosa, mi alegría diaria. Le decía, con toda sinceridad, que era lo más valioso de mi vida y mi hogar. Y ahora, aprender a desprenderme de algo tan preciado es un desafío inmenso, pero también una puerta hacia algo más profundo.
Lloro cuando la recuerdo, y sí… duele.
Duele saber que no volveré a verla moverse por la casa, que no podré acariciarla ni disfrutar de su presencia física. Pero también siento calma al honrar su memoria.
Me digo a mí mismo que soy el grande y ella la pequeña, que yo puedo cuidarme, que era su momento y que ahora descansa en paz.
Aceptar que la dejo ir es un acto de amor, hacia ella y hacia mí. Me imagino a Matilda en el cielo de los gatos, donde merece estar, llena de luz y descanso.
Y aquí estoy, aprendiendo de todo esto. Matilda no pasó por mi vida en vano. Todo este dolor es, en realidad, el preámbulo de importantes aprendizajes.
Ella me enseñó a amar con profundidad, a soltar con valentía y a encontrar belleza incluso en el proceso más difícil.
Gracias, princesa. Tu paso por este mundo dejó huella en mí, y esa huella será un faro que me seguirá guiando hacia mayor bienestar y plenitud.
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