Esta semana confirmé algo que no sabía: hay una parte de mí que ama profundamente el poder del grupo.
Acostumbrado al uno a uno, a la intimidad del consultorio, nunca imaginé que facilitar talleres pudiera tocarme tan profundamente. Pero lo hace. Y no solo como terapeuta… también como ser humano.
Tuve la oportunidad esta semana de guiar un taller para una empresa, y aunque fue una experiencia valiosa, noté algo que siempre me ha llamado la atención: en los entornos corporativos, la asistencia a estos espacios suele ser parte del deber. No siempre es un llamado interno, sino una actividad del cronograma. En cambio, en los talleres abiertos, cada participante llega porque quiere mirarse, porque algo en su alma pide atención y se entrega con todo su corazón. Y eso cambia todo.
Ayer, por ejemplo, en el taller de constelaciones familiares, el campo se abrió con fuerza.
Constelamos la relación con una madre que sobreprotegía a su hijo a través de la sobreexigencia —una forma de amor que aprieta más que abraza.
Luego, trabajamos la ansiedad como una compañera a la que nos apegamos por lealtades invisibles. Descubrimos que el consultante sentía una culpa de sobreviviente, como si no pudiera soltar su ansiedad porque eso implicaría dejar atrás a alguien.
Finalmente, exploramos la relación con la felicidad, y allí apareció una verdad profunda: el sistema familiar ocultaba secretos creyendo que así se protegía, y en ese esfuerzo, opacaba la posibilidad de disfrutar.
Fue hermoso, intenso y profundamente sanador.
Y no solo como facilitador. Esta semana también fui participante. Me senté en círculos donde yo no guiaba, solo escuchaba y me dejaba sentir. Me di permiso de mirar mis propios temas. No entraré en detalles, pero puedo decir esto con certeza: hubo un Juan Pablo antes de participar en esas constelaciones y hay otro después.
Liberé energías, creencias antiguas y pactos inconscientes que me habían atado por años. No todo está resuelto, claro, pero por fin estoy viendo el fruto de mi trabajo terapéutico. Se abrieron puertas que esperaban hace tiempo ser abiertas.
Durante años trabajé con la ansiedad, la depresión, la ira. Caminé de la mano del dolor, aprendiendo a conocerlo, a escucharlo y a integrarlo. Pero hoy, con el alma más ligera, siento que estoy entrando en una nueva etapa: ahora también aprendo del amor, estudio el amor, canalizo el amor.
Y esta semana me lo confirmé con una frase que me atraviesa el cuerpo cada vez que la digo:
“Soy canal de amor.” Y como canal, mi tarea no es retener ni controlar, sino permitir que fluya.
Que se mueva.
Que transforme.
Me emociona ver cómo, en cada taller, los cuerpos se alinean, las voces se entrecortan, las lágrimas se sueltan, y algo invisible se acomoda. Sanar en grupo es recordar que no estamos solos. Es abrir un espacio donde nuestras heridas heredadas marquen menos nuestras acciones, donde el amor pueda expresarse con menos miedo y más verdad.
Estoy profundamente agradecido. Por el privilegio de facilitar, de ser testigo, de moverme también.
De abrir estos campos donde entre todos nos tejemos de nuevo.
Hoy, revisando las fotos del taller, encontré una imagen que me representa: estoy junto a una amiga y colega y mi pendón ahí, como si dijera: este es mi lugar, este es mi camino. Y sí, lo es.
Porque cuando un grupo se junta con la intención de sanar, el amor encuentra caminos inesperados.
Y cuando el amor se mueve, todo se transforma.
Gracias de corazón a todos los participantes de los talleres por su valentía, por su entrega amorosa, por atreverse a mirar dentro.
Y un gracias profundo y especial a los constelados, por su decisión firme de transformar sus vidas en positivo.
Ustedes hacen posible que este canal de amor siga fluyendo.